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¿De quién es el Yoga?

¿De quién es el yoga? (Parte I)


El yoga proviene de la India pero ya no le pertenece


En 2011, cuando Choudhury Bikram quiso patentar su serie de 26 posturas, la comunidad yogui clamó al unísono “el yoga es de todos” y, en juicio, ese argumento valió para no concederle los derechos al ahora polémico instructor.


Los yoguis y yoguinis nos unimos, teníamos un enemigo en común y nos enfureció que alguien se atreviera a adueñarse de una práctica que es universal. Por decisión de jueces estadounidenses, el yoga terminó siendo de todos y la historia tuvo un final feliz.


Sin embargo, habrá que preguntarse quiénes eran “todos” pues esta disputa de propiedades se desarrolló en occidente, en el Norte global, cuando todos sabemos, y repetimos hasta el hartazgo como si eso le diera su carácter místico, que el yoga proviene de India, oriente por excelencia, esa nación de saris, bindis, ayurveda, conexión real con la tierra, devoción y paz, cuna de nuestros adorados Pattabhi Jois, B.K.S Iyengar, su padre en la práctica, Krishnamacharya, y del mismo Bikram.


En cada certificación, nos enseñan que la práctica del yoga tiene más de 2000 años y lo repetimos a otros, a nosotros mismos, como si también eso le diera mayor valía: la sabiduría antigua siempre es mejor que la que se desarrolló el siglo pasado.


Sin embargo, gracias al libro de Mark Singleton “El cuerpo del yoga: los orígenes de la práctica postural”, ahora sabemos que las vertientes de yoga practicadas en occidente se desarrollaron a finales del siglo pasado y principios de este, y tienen más de Europa que de India. Aun así, a sabiendas de que los “yoguis originales” no usaban leggins ni mats de plástico, nos aprendemos los mantras, las palabras que hemos convenido que usaban; “moksha”, “maya”, “pranayama”, “samadhi”, “mula bandha” y cerramos nuestras clases con un “om, shanti, shanti, shanti, om, namaste”.


Contamos en clase la historia de Hanuman, mientras estiramos los isquiotibiales al máximo, el mito de Patanjali, al son del Kirtan, para una reflexión pre-meditación, nos colgamos a Ganesh en un collar y el tapete que tiene su imagen nos parece el ideal, es hermoso, pero no consideramos que estas entidades, historias y símbolos pertenecen a religiones vivas y que muchos de sus seguidores jamás se atreverían a pisar una imagen de sus dioses.


Nos aprendimos, cinco, seis, diez mantras, dioses y kriyas, a lo mucho, pero hay hindúes que dedican sus días enteros, su vida y su cuerpo al aprendizaje, devoción y adoración a estos elementos pertenecientes a variadas religiones: el budismo, el hinduismo, el sikhismo, el jainismo, entre otras.


Nosotros tenemos un trabajo de tiempo completo, entonces nos parece más adecuado practicar lunes, miércoles y viernes de 7 a 8, y nos conformamos con decir que “el yoga está fuera del mat”, aunque no sepamos cómo.


¿Qué significa Kali para nosotros mexicanos, occidentales? ¿Qué significa para las hindúes? ¿Nos importa? Revisamos textos antiguos para conocer el significado de las asanas, pero ¿por qué no nos preguntamos qué significan para un hindú contemporáneo?


Los instructores que, bienintencionadamente, van a India a profundizar en su conocimiento de yoga, tienen más miedo de la contaminación en el agua potable y decepción por el estado del Ganges, que apreciación y compasión por la población hindú, pero regresan a México con el estatus de “gurú” o “maestro”.


Si los hindúes nos dieron este maravilloso regalo, ¿cómo les estamos agradeciendo? Si nos es más importante la visión de un pensador medieval hindú, ¿qué dice eso de nuestra relación con la India de hoy?


Tal parece que nos ha gustado una versión estática, pero irreal, de la cultura hindú.


¿Qué dice eso de nuestra práctica?


- Tania Campaña.


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