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  • Foto del escritorYoguinis en Revuelta

DEBEMOS DEVOLVER LA RESPONSABILIDAD AL AGRESOR


Ya no es un secreto a voces. Las situaciones de abuso sexual se han dado de manera sistemática en muchas de las escuelas a lo largo del mundo y ningún linaje se salva de tener acusaciones, muchas de las cuales han terminado en instancias legales.

Desde que se levantó la voz por primera vez, el tema se polemizó, se discutió en redes sociales, se han escrito libros sobre el abuso sexual en yoga y a raíz de ello han nacido movimientos y organizaciones que se dedican a difundir información.

Pero aunque se han dado grandes pasos, no es algo que se quiera discutir abiertamente en el salón típico de yoga de Latinoamérica o España. Es un tema que estresa e incomoda y que o se ignora o se discute con recelo y pudor.

Es entendible que sea difícil para los yoguis y yoguinis reconocer que estos abusos suceden pues pone en entredicho la eficacia de las técnicas que se plantean como principios para un camino hacia la autorrealización y la liberación del ser.

Si lo atendemos desde la lógica misma del yoga, cuando existe una agresión de este tipo, se ven violentados, al menos, tres preceptos básicos del Ashtanga Yoga:

• Ahimsa (la no violencia),

• Bramacharia (contención sexual),

• Satya (la verdad)

• y, en el caso de Bikram, Aparigraha (no posesividad o codicia).


Si es cierto, como siempre se nos recuerda, que el yoga es “mucho más” que las posturas, se requieren mejores técnicas o métodos para se pueden abrazar y aplicar estos preceptos de manera efectiva en la vida real pues la consecuencia de que no sea así es que cohabitamos espacios que consideramos seguros con personas que ni de cerquita siguen estos principios. Este grupo de gente está liderado por los que se consideran los padres del yoga moderno: Iyengar, Jois, Bhajan, Bikram, entre muchos otros.

Con facilidad surge la pregunta: ¿cómo es posible que en una disciplina dedicada a promover el control de los sentidos, del cuerpo sobre la mente, los padres del yoga moderno no hayan tenido un nivel mínimo de control de sí mismos y hayan violentado de esa manera a sus alumnas?

Muchos dicen que no debemos juzgar estos abusos fuera de su contexto histórico refiriéndose a que la práctica como la conocemos procede de una cultura y sistema religioso patriarcal, de una nación colonizada donde la violencia, el hambre y los abusos eran omnipresentes.

Simultáneamente, estas mismas personas nos dicen que los preceptos del yoga son milenarios y funcionan atemporalmente en todo contexto y para todo tipo persona. Este es el argumento que permite a la gente de clase media en Nueva York, adinerada en Buenos Aires o completamente empobrecida en África sentir a la práctica de yoga como algo propio y funcional para su vida cotidiana.

Sin embargo, la segunda aseveración, que los preceptos funcionan independientemente del contexto, niega a la primera: si los principios funcionan en todo contexto, ninguna característica propia de la crianza de Iyengar, Jois o Bhajan los exime de su conducta. Si hay que considerar al contexto, entonces se niega la universalidad de estos principios.

Ambas posibilidades meten al yoga en un problema grave que no pretendemos resolver, pero sí enunciar: o los padres modernos actuaron rompiendo esos principios o los principios son inválidos.

En Yoguinis en Revuelta hemos hecho hincapié en la visibilización, reconocimiento y discusión de estos casos de forma crítica y responsable. Por ello, muchas veces se nos ha señalado por querer desprestigiar al yoga, y tantas veces como esas hemos aclarado que nuestro objetivo es problematizar todas las dinámicas que han surgido alrededor de lo que nosotras llamamos “cultura del yoga”.

De igual forma, hemos sido claras en que nuestra intención no es el desprestigio porque eso ni siquiera está en nuestras manos. Quienes verdaderamente desprestigian al yoga son los agresores y los cómplices y queremos subrayar la importancia de entender que la responsabilidad de las violencias está en el agresor y nunca en la víctima.

Profundicemos un poco. Hay tres personajes en la dinámica de abuso sexual: el agresor, el facilitador y la víctima. Siempre existe una relación asimétrica de poder entre la víctima y el agresor que permite que se creen las dinámicas y contextos para que ocurra el abuso. Los facilitadores son quienes observan, justifican y silencian y hablaremos de su papel posteriormente.

Pero cuando se habla de abuso sexual, la atención se le da solamente a uno de estos personajes: la víctima.

Lamentablemente esta atención no es una que busque sanar, contener o dar opciones a la víctima, sino que es una búsqueda desesperada y grotesca de explicaciones: “¿qué hiciste para que te hicieran eso?”, “¿no lo habrás malinterpretado?” y, primordialmente, “No te creo”.

Este exceso de atención constituye en sí mismo una agresión y tiene varias funciones, una de ellas es que sirve como una racionalización para que las personas que no han sufrido este abuso se blinden ante la posibilidad de él: “a ella le pasó porque no se cuidó, porque provocó, si yo no provoco, estoy a salvo”.

Escuchamos de víctimas y pensamos en debilidad, pasividad y sumisión porque nos es más fácil pensar en las víctimas como personas débiles y asumirnos como personas fuertes, así estamos protegidas.

Un efecto de esta línea de pensamiento es que la palabra “víctima” está estigmatizada y, entonces, quienes se han sufrido abuso sexual son señaladas por identificarse como víctimas.

Desestigmatizar esta palabra es un trabajo que tenemos que hacer con urgencia. Nadie elige ser una víctima, son los agresores eligen a las personas que victimizarán.

Sin duda alguna, el protagonismo adjudicado a la víctima en el discurso imperante de abuso sexual pertenece a una lógica patriarcal que beneficia a los agresores, de entrada, porque los invisibiliza.

Al invisibilizar al agresor se invisibiliza la agresión y esto es muy conveniente para la cultura general del yoga, porque este queda intacto. De este modo, son las víctimas las que tienen que hacerse cargo de lo que les ocurrió y más vale que lo hagan calladas, fuera del ámbito público para que no manchen al yoga.

Si el agresor no está invisibilizado, los practicantes prefieren una acción doble: destruir la reputación de la víctima y enaltecer la del agresor. De nuevo, así, el yoga queda limpio, los maestros son buenos y las víctimas un error en el sistema del que nos podemos deshacer.

Este tipo de agresiones se han explicado desde muchos marcos de referencia. Nosotras hablaremos de la perspectiva que ha desarrollado la antropóloga Rita Segato después de haber trabajo con presos por violación en Brasil. Según Segato, las agresiones de los abusadores no responden a una libido descontrolada sino a un deseo de poder y dominación. Ella dice que “el sujeto violador es un agente moral por excelencia”, la agresión sexual tiene por función el cruel recordatorio de que los cuerpos (prototípicamente) de las mujeres, no son suyos y que el gurú o maestro puede hacer lo que le plazca con ellos. La agresión refuerza la jerarquía existente entre maestros y alumnas.

Entonces, la violencia sexual sirve menos como un desahogo sexual al maestro que agrede y mucho más como una advertencia para ella “aquí no estás segura”.

Sí, el abuso sexual existe en todos lados, pero cuando ocurre en el contexto de la clase de yoga es particularmente preocupante. Quienes llegan al yoga buscando ese “mucho más” del que se habla tanto, llegan buscando conexión, puede que lleguen después de haber sido diagnosticados con alguna enfermedad o buscando alivio al dolor. La gran mayoría llega en un estado de vulnerabilidad que ya hemos tratado anteriormente https://yoguinisenrevuelta.wixsite.com/website/post/el-legado-del-abuso. Muchos y muchas, cuando llegan al salón de yoga, tiran las barreras que los sostienen en el exterior.

Cuando las personas están más abiertas y dispuestas a recibir conocimiento de sus maestros, la vulneración cala más profundo, las consecuencias psicológicas para la víctima son, potencialmente, más intensas y la injusticia se siente enorme.

Todos y todas deberíamos involucrarnos cuando a una persona se le ha agredido sexualmente en nuestra comunidad porque el mensaje se esparce, no se aplica únicamente a la persona agredida sino a todas las mujeres y, en consecuencia, a toda la comunidad. Cuando una sola persona de la comunidad es agredida el mensaje es que nadie está seguro y las posibilidades de que ocurra de nuevo son altas.

A menos que estemos dispuestos a aceptar que el salón de yoga se parece más al cruento mundo exterior que a un espacio de autocuidado y cuidado comunitario, tenemos que dejar culpar a la víctima.

En Yoguinis en Revuelta no vamos a aceptar una vergüenza que corresponde a los agresores.

En este espacio proponemos devolver la responsabilidad que por tanto tiempo nos ha subordinado a aquellos quienes la han cometido y a aquellos quienes la han permitido y cobijado con su silencio.

Hagámoslo en los espacios de yoga, extrapolemos a nuestras casas, a nuestras escuelas, a nuestros trabajos.

Cortemos con esta tradición de silencio y silenciamiento. Escuchemos de verdad a las víctimas y démosles espacio para sanar.




Gina González / Tania Campaña.


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