Las ciudades se han plagado de letreros de “se renta”, departamentos antes habitados por población flotante, casas de personas que han decidido por fin alejarse de las urbes y negocios que no se han podido sustentar ante la baja de demanda causada por la pandemia del COVID-19. La pandemia ha golpeado con particular fuerza a las escuelas de yoga, pues como actividad física resulta una de las más potencialmente contagiosas. Algunos locales de estudios y escuelas ya quedaron abandonados y quizá en un futuro serán restaurantes, tiendas de ropa o estéticas. Los efectos de la pandemia están visibilizando asuntos que todos conocíamos y sufríamos pero que no nos atrevíamos a decir en voz alta y mucho menos a discutir para buscar soluciones. Uno de ellos es que las escuelas de yoga sobreviven gracias a los maestros que imparten sus clases ahí. Estos maestros, en la avasallante mayoría de los casos, no tienen ningún tipo de contrato, prestaciones ni seguridad laboral de ningún tipo. Dependen de si se llenan los grupos, de cuánto se llenan. De por sí, las maestras que se dedicaban de tiempo completo a dar clases de yoga estaban a la deriva, si se cancelaba una clase o caía en un día de asueto había que replantear la economía de la semana. ¿Qué pasó con todos estos maestros y maestras? Algunos fueron abandonados por sus escuelas y se dedicaron a dar clases por cuenta propia en línea, las cuales hemos reconocido como comunidad que son tanto insuficientes como peligrosas. Y más importante, el costo de estas clases no satisface las necesidades económicas de dichos maestros, pero es lo que queda y hay que hacer malabares con el dinero. Otras escuelas siguieron trabajando con sus maestros y también iniciaron en la versión online de las clases, pero los costos de las clases tuvieron que reducirse y el trabajo para dar una clase se triplicó para los maestros. No nos gusta pensar que el lugar donde tenemos nuestras experiencias espirituales más intensas y satisfactorias es un negocio y depende de nuestro pago puntual y continuo. Nos es extraño que estos “ashrams” occidentales inviertan en marketing y tengan estrategias diseñadas para mantenernos como clientes, para que sigamos pagando. No somos clientes, somo una comunidad, somos un sanga, ¿no? La pandemia nos lo pone en la cara, no importa si nos gusta, no importa cómo nos nombremos, las escuelas de yoga son negocios y nosotros, clientes. No tendrá nada de malo, pero hay que nombrar las cosas como son: somos un sanga que debe tener una economía de clase media para arriba que tenga un excedente tal que pueda dar un pago estable a nuestra escuela. Como clientes también estamos reestructurando nuestras finanzas y reconsiderando si el pago de clases es prioritario. El viernes pasado se anunció en México la reapertura de gimnasios, a pesar de seguir en semáforo naranja, con una serie de reglamentaciones que resulta complicada de cumplir -como un 30% de ocupación y previa cita, ventilación de un 40% y uso de cubrebocas- pero que los dueños de gimnasios están dispuestos a intentar para intentar recuperar su economía. Eso sí, las clases en salones cerrados siguen prohibidas, se alienta a los gimnasios a ofrecer clases de yoga y pilates en línea completamente gratuitas. Algunas escuelas ya buscan certificarse como libres de COVID, ¿cuántas de ellas cumplen los requisitos? Un aforo del 30% en un salón que era de por sí reducido puede significar tan solo 3 o 4 personas. Los estudios de Bikram yoga son la definición de lo que no debe hacerse: un lugar cerrado, sin ventilación, con calefacción, atiborrado. El problema económico se subsiste. Quizá necesitemos al ‘pensamiento’ de tiburón para solucionarlo. Los maestros de yoga salen a los parques con su alumnado. Parece la mejor alternativa ya que hay flujo de aire y posibilidad de distancia de 1.5 metros entre practicantes, pero no podemos todos salir a los parques, no todos los climas lo posibilitan, no todos tenemos parques cerca. Además, muchos pagaban también para habitar ese lugar especialmente decorado para la comodidad de la meditación y el movimiento que nos conecta con nosotros mismos, un lugar que reconocíamos como nuestro pequeño rincón de espiritualidad y bienestar en medio de ciudades que niegan la posibilidad de la mínima calma. Pronto veremos a muchas escuelas reabriendo, muchos practicantes querrán regresar a clases, los maestros tendrán que dar más clases por número de alumnos, con el mismo pago. Para muchos, es mejor que nada, pero ¿es sustentable? Aunque esperamos que no sea así, sin duda veremos escuelas no certificadas como libres de COVID abiertas, gimnasios que ofrezcan clases a salón cerrado. Si esto sucediese, podrían convertirse en focos de infección contribuyentes a un repunte en el número de casos. ¿Qué pasará con las escuelas que no puedan asegurar los requisitos requeridos para reapertura? Es más, ¿son suficientes estos requisitos para evitar los contagios? ¿Los practicantes se sentirán cómodos? Parece que le negocio entero de la impartición de clases de yoga tendrá de mutar, adaptarse o morir en condiciones de un capitalismo rapaz que la pandemia solo agudizó. Pero Solo le agregaría como pregunta ¿Es ético y humano salvar un negocio aunque esté se convierta en un riesgo para la salud? - Tania Campaña
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